El arte de la resurrección o el porvenir de las teocracias
El arte de la
resurrección es una novela de Hernán Rivera Letelier, escritor chileno y
publicada en 2010 por Alfaguara. Trata de Domingo Zárate Vega, más conocido
como el Cristo de Elqui (Elqui es una provincia de la región de Coquimbo en
Chile).
El Cristo de
Elqui, apodado Zárate de esa manera, se le atribuía el milagro de haber
resucitado a una gallina. Con la muerte de su madre y otra serie de eventos
desafortunados que llevaron a este personaje a una frustración delirante, lo
hacen entender quién es verdaderamente: el Cristo resucitado.
Cada vez en el
valle de Elqui en la primera parte del siglo XX sus seguidores lo esperaban, la
noticia de su milagro que se difundió a paso de mula, hacía que en cada pueblo
de aquellos lugares su mensaje fuera esperado con misticismo, daba esperanza a
la gente más pobre y no letrada de aquella remota geografía, excluida de los
intereses capitalinos y sus adelantos tecnológicos.
Por supuesto,
habían grupos que no lo querían al Cristo de Elqui y que se burlaban de él, le
decían que estaba loco entre otros insultos y bromas más que crueles.
Vivió una vida
de completo ascetismo antes de salir a cumplir su misión en la tierra. Era
recibido con incredulidad por su detractores, pero como el verdadero mesías por
otros que eran sus devotos creyentes de aquel resucitador de gallinas, se
reproducía la lucha entre los fariseos, el imperio romanos y los seguidores del
joven de galilea, lo cual, confirmaba indiscutiblemente, en esa burda
repetición, el llamamiento del ungido de Dios que profetizaba el amor y el
castigo a los tiranos.
El predicaba su
quijotesco evangelio y sus seguidores lo escuchaban absortos, para ellos no
eran incoherencias, se trataban de verdades celestiales, Dios en la tierra
impartiendo justicia a las cúpulas poderosas de las regiones de Chile. Aunque
fuera en contra de los principios de la iglesia esta persona verdaderamente era
la reencarnación del hijo de dios.
Pero lo que el
Cristo de Elqui no sabía y lo aprendería con gran amargura era que querían sus
milagros y no el reino de los cielos en la tierra, no a él como persona, como
mesías reencarnado y mucho menos sus creencias. La gente solo aplaudía a sus
delirantes disertaciones porque querían ver de nuevo aquel milagro de la
gallina resucitada, querían la multiplicación del pan y que no lloviera tanto o
que lloviera a tiempo y que no les fuera tan mal en su existencia; pero aquel
cristo, no pudo cumplir sus demandas, aquel cristo les falló a sus fieles
vasallos. De verdad creía que podría
hacer aquel milagro otra vez, creía que era uno con el padre, que era el
elegido de Dios. Lo intentó y fracasó, se convenció con gran amargura, con ese
gran golpe que solo puede dar la conciencia en procura de la verdad.
Deja claro el
relato que él no engañaba a nadie, el primero que dejó de creer en el Cristo de
Elqui fue el propio Cristo de Elqui, la primera víctima de su delirio mesiánico
había sido él mismo.
El Cristo termina
siendo de nuevo Domingo Zarate Vega, que había profetizado muchas veces
"los inventos modernos se estaban convirtiendo en el anticristo mencionado
en la biblia... la radio, el disco... eran nuestros becerros de oro"
Las personas del
Valle de Elqui siguieron su camino y su destino, Domingo Zárate, también, pero
a él lo perseguían palabras que taladraban su mente. En ese destino lo
acompañaba el recuerdo del eclesiastes que le repetía en la cabeza como una
jauría de mosquitos "Vanidad de vanidades, todo es vanidad" y la
imagen de aquel animal muerto, que después de rezar a su padre que estaba en el
cielo, él, Domingo, miró como se levantó y corrió algunos metros mientras
ovacionaban su milagro, unos minutos después, se desplomaba aquel animal, caía
bien muerto como debía de ser, como demanda la naturaleza de Dios y la otra
naturaleza descubierta por los seres humanos con sus palabras. Al otro lado del
camino la gallina muerta y aquel hombre mirando, sin poder decir nada, solo y
mirando, se quedó con todas las espinas y sin ninguna gloria o paraíso en la
tierra.
Así pierde la fe
el político en si mismo, los reyes, los que se creyeron redentores de la
humanidad, los que se autoplocamaron sucesores de un pobre carpintero y solo se
preocupaban por lo que sostiene los aplausos, por un poco más de poder.
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